Roma (Italia). El Evangelio de Juan nos presenta un espectáculo maravilloso.
Antes de que amaneciera, María Magdalena, una insignificante mujer, conmovida por la muerte de su Señor y ardiente de amor por Él, se acerca al sepulcro, sin hacer caso de los soldados que vigilan en la ciudad y de los pocos hombres que hay por la calle.
Una mujer sola en la oscuridad, guiada sólo por la luz del amor. Ve que la piedra ha sido removida. El sepulcro, completamente abierto, está vacío. No hay ningún cadáver en el interior. Jesús no está. El grito de María llega al corazón: “¡Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto!”
Y Pedro y Juan corren, entre la incredulidad y el estupor, como en una carrera. Tiene ventaja quien es más fuerte y más joven, pero Juan espera a Pedro, el discípulo que ha vacilado en la fe y que ha redimido la traición con las lágrimas amargas del arrepentimiento. Pedro entra, el sepulcro está de verdad vacío, han quedado solamente señales de la muerte; sobre las llagas de la vida se asienta el beso de la esperanza.
Pascua es lo inaudito, contado con las palabras cotidianas de nuestra humanidad, para que cada día podamos resucitar. Cada día la esperanza toma forma en nuestra pequeña existencia. Pascua está aquí, ahora. Cada día. Porque la fuerza de la Resurrección de Jesús nos renueva y nos empuja, nos traslada hacia lo más excelso del don.
Para nosotras, FMA, y para todas las comunidades educativas, la Pascua nos lanza a anunciar a las y los jóvenes la alegría del Evangelio para que en su vida brille una nueva luz de esperanza.
“Cristo vive. Él es nuestra esperanza y la juventud más bella de este mundo. Todo lo que Él toca se vuelve joven, se vuelve nuevo, se llena de vida” (Christus Vivit).
Buena Pascua!